A menudo los ciudadanos piensan que una parte de la delincuencia --sobre todo aquella que comete a diario el pequeño delito-- actúa impunemente. No es así. La situación es aún más perversa. En casos como el que nos ocupa, el delincuente paga religiosamente la multa que le es impuesta después de un juicio rápido. No hay, pues, impunidad. Policías, fiscales y jueces hacen su trabajo. Pero el resultado no deja de ser socialmente decepcionante. Así, el delincuente es condenado repetidamente al pago de multas y pequeñas sanciones, y --con un grado de perversión importante-- incrementa sus robos para pagar multas anteriores. La actuación individual de cada uno de los estamentos implicados suele ser impecable, la que toca. Otro tema es si ello nos ha de satisfacer.
Una persona pasa por la puerta de un comercio. Es verano y hace calor. Ve una caja llena de naranjas y no puede reprimir el querer saciar su sed. Alarga el brazo y coge una. No suele actuar así, pero hoy no lo quiso evitar. Eso es un hurto. Una falta de hurto del artículo 623.1 del Código Penal. No procede detención policial, sino identificación y un atestado para que un juez imponga una pequeña sanción.
Ahora les propongo otra situación. Otro ciudadano va cada día a esa tienda a hurtar naranjas. Haga calor o frío, tenga sed o no, su trabajo es acercarse a ella, aprovechar el despiste del tendero e ir cogiendo naranjas que después vende. Podemos ver su actuación como una reiteración de casos iguales al del primer ciudadano y, por tanto, cada uno de ellos con su pequeña sanción, o dejarnos llevar por el sentido común y pensar que, mientras que el primer ciudadano hizo una mala acción puntual, el segundo es un ladrón de naranjas. Si profundizamos, podemos pensar que esa actuación repetitiva causa perjuicios que superan el valor de las naranjas, véase tiempo en poner denuncias, desprestigio del negocio, necesidad de colocar una cámara disuasoria, etcétera.
Los grupos de delincuentes multirreincidentes montan su vida entorno a una actividad ilícita continuada. Ese es su trabajo. En puridad, las sanciones de sus actos las pagan las siguientes víctimas. Nos obligan a establecer sistemas de seguridad cada vez más sofisticados y caros. El paisaje urbano se llena de agentes de seguridad privada, de cámaras de vigilancia y de prevención.
La investigación que se ha llevado a cabo apuesta por no considerarlos hurtadores de naranjas aislados, sino ayudar a que un juez pueda ver y valorar que algunos de esos delincuentes han sido detenidos más de 50 veces en tan solo un año y cuatro meses. Que no van al metro para desplazarse a su trabajo o a pasear, sino que van 6 o 8 horas a robar. Sostiene que estas personas provocan grandes perjuicios colectivos, no solo a la víctima concreta, sino en forma de inversiones en seguridad, vigilantes y policías que las persiguen, cámaras de vigilancia... Y, lo peor, es una delincuencia que se ríe de todos nosotros, de una ciudadanía que observa atónita su descaro, que hace que nuestra vida sea un poco menos digna, que afecta a un servicio público en el que nuestras familias se desplazan cada día, que ya no nos permite ir medio dormidos en el metro, leyendo o soñando, porque ese despiste se paga. Esa actitud de guardia continua, que se traslada a nuestras actividades cotidianas (en restaurantes, en lugares turísticos) es el efecto más triste y destructivo de la delincuencia multirreincidente.
La propuesta, y el compromiso, de esta policía es superar de forma colectiva ese seguir diciendo "bueno, yo hago mi trabajo", y empezar a aplicar una cierta autocrítica: no dejarse llevar por la desidia o por la cómoda mediocridad, llamar --sin ningún complejo-- a las cosas por su nombre y actuar en consecuencia.
Mi perspectiva personal y profesional es que una convicción verdaderamente democrática de la seguridad y la justicia (en sentido amplio) pasa por implicarse en los problemas de las personas, por proteger a la sociedad de toda manifestación de intolerancia, de ilícitas conductas --sobre todo si son repetitivas--. Por hacerlo sin complejos, con orgullo y autoridad democrática, y por que los que se ríen de todo no sigan solo pagando de una en una las naranjas. Para ello proceden normas y derecho, pero también es aconsejable --y exigible-- autoexigencia, dedicación y compromiso social.
Porque el verdadero peligro de las sociedades democráticas y tolerantes es la autocomplacencia: sentirnos satisfechos con nuestras garantías, mientras otros se aprovechan de ello, otros que, con su intolerancia y una lenta pero continua imposición, van corrompiendo y resquebrajando nuestro día a día. O, lo que es peor, que algunos justicieros aprovechen un caldo de cultivo de pequeñas insatisfacciones para presentarse como auténticos salvadores de los comercios de naranjas. Así empezó la mafia.
Ojalá el viajero del metro de esta mañana se haya quedado adormilado leyendo este artículo. Esa será una muestra de que juntos empezamos a hacer un poquito mejor las cosas. Y también, dicho sea de paso, la prueba de que lo mío es la policía y no la escritura.
Buen viaje.
martes, 14 de octubre de 2008
La parábola de la naranja (Josep Lluís Trapero)
Publicado por
lanarcosis
a las
11:24
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